El pasado mes de diciembre se cumplieron diez años de la publicación de la Ley 26/2013, de Cajas de Ahorros y Fundaciones Bancarias. Un texto aprobado por unas Cortes Generales con gran fragmentación parlamentaria pero que supieron ser conscientes del extraordinario momento que vivían y fraguar un amplísimo consenso.

Es verdad que esta norma (u otra similar) debió ver la luz antes. Pero si echamos la mirada atrás, hasta 2008, constatamos que, a diferencia de lo ocurrido en algunos países de nuestro entorno, el sistema financiero español resistió mejor la primera oleada de la crisis subprime norteamericana, en buena medida gracias a un modelo de negocio centrado en la banca minorista, con ausencia de exposición a los denominados activos tóxicos.

De ahí que la pendiente reforma estructural de las Cajas se demorase. Sin embargo, los desequilibrios en el mercado inmobiliario y el insostenible endeudamiento del sector público y privado hicieron que en España el posterior impacto de la crisis financiera internacional fuese mayor. El resultado es de todos conocido: una intensa recesión económica que llevó aparejada un aumento del desempleo que disparó la morosidad, afectando a aquellas entidades de crédito menos prudentes y con mayor concentración de riesgo en el segmento inmobiliario.

En esta coyuntura, se pusieron más de manifiesto las debilidades que ya presentaba la estructura jurídica de las Cajas de Ahorros diseñada en 1977 y 1985. En particular, la incapacidad para ampliar su capital a través de acciones (como cualquier banco). La única fórmula para incrementar los recursos propios era la retención de beneficios, algo inviable en aquel contexto. Además de facilitar el refuerzo de la solvencia, se requería una ley que mejorase su gobernanza, y atendiese a nuevos estándares internacionales e incorporase requerimientos de profesionalidad e idoneidad a los miembros de sus órganos de gobierno.

La llegada a la Asociación de las Cajas (CECA) de Isidro Fainé favoreció una reflexión sectorial y la elaboración de estudios que propiciaron un borrador de nuevo marco normativo, diseñado por los técnicos del Ministerio de Economía y el Banco de España. El anteproyecto de Ley se enriqueció recabando los dictámenes preceptivos y luego, en las cámaras, el proyecto logró alcanzar la conformidad de todos los grupos en el Congreso (de izquierda, derecha y nacionalista): ¡sólo 13 votos en contra, de 350 diputados!

Este robusto acuerdo parlamentario sirvió de acicate para un meritorio trabajo de implementación. Los empleados y directivos de las entidades del sector CECA impulsaron una profunda transformación del sistema. Una tarea compleja, silente, que además se desarrolló bajo un cierto estigma, cuando precisamente quienes la protagonizaban eran o bien nuevos profesionales o precisamente aquellos que habían sorteado con éxito las dificultades de la crisis.

Transcurridos dos lustros desde su aprobación, es momento para hacer balance de la aportación de la ley y de su ejecución. En un contexto poco propicio para el negocio bancario (diez años de tipos de interés extraordinariamente bajos o negativos), la nueva ley posibilitó las integraciones en grupos más grandes y solventes, y situó a los nuevos bancos surgidos de este proceso, ahora sí, en pie de igualdad con las restantes entidades de crédito en lo relativo a su capacidad de recapitalización, acceso y escrutinio del mercado de valores. Pero lo que más importa, la Obra Social, una de las señas de identidad del sector, ha sido preservada. A través de las nuevas fundaciones (ordinarias o bancarias, en función del porcentaje que posean en el capital de los nuevos bancos), este retorno social ha venido siendo alimentado año tras año con los dividendos obtenidos por su participación accionarial. La inversión en Obra Social de las entidades asociadas a CECA durante el año 2023 ha ascendido a 850 millones de euros y ha alcanzado los 31 millones de personas beneficiadas. Detrás de esta cifra hay proyectos cada vez más eficaces en investigación y educación o sociales como por ejemplo de inserción laboral, lucha contra la pobreza infantil o prestación de cuidados paliativos.

Las fundaciones bancarias, además de gestoras profesionales de esa Obra Social, se han revelado como un accionista idóneo para los bancos. Un accionista de largo plazo y fuerte arraigo, que favorece la sostenibilidad de la actividad crediticia y por ende la estabilidad financiera. Con la ley de 2013, el sector CECA se libera de un largo periodo de influencia pública y retoma sus orígenes liberales. De hecho, a mediados del siglo XIX ya había en España cajas de naturaleza societaria, con acciones y dividendos. Eso sí, sin renunciar, como tampoco lo hacen hoy, a su foco minorista o a su Obra Social.

En suma, el mercado bancario español en su conjunto se encuentra hoy más capitalizado y preparado para afrontar retos que, sin aquella reforma estructural, no sería posible superar con éxito. Muestra de ello ha sido el mantenimiento de un intenso flujo de crédito a familias y pymes durante la pandemia. Algunos de estos nuevos desafíos son comunes a toda la economía española, como la transformación digital o medioambiental. Otros son específicos del sistema financiero como el diseño de nuevos productos de ahorro a largo plazo o la Unión Bancaria. Retos profundos que necesitarán también de marcos normativos innovadores. Esperemos que, como en la Ley de Cajas, se logren alcanzar los consensos necesarios para poder abordarlos con éxito.